La neblina, las nubes o aquello que fuese que techaba la llanura helada se mantenía flotando a poca altura sin llegar al suelo. Su color no era propiamente gris, pero se asemejaba, o acaso fuese un pálido reflejo de lo que de antaño recordaban sus mentes.
En un rincón del suelo unas huellas que parecían venir de ninguna parte terminaban en un montículo con forma de sillón modernista todo él de hielo seco. Allí sentado estaba alguien solitario vestido a la usanza decimonónica del Londres de fin de siglo. Pelo largo algo revuelto y un rostro displicente de nariz casi femenina, que no paraba de mirarse, ahora los pies, después las manos, más tarde el borde de su gabán, hasta que una aparición interrumpió su ensimismamiento.
Del lado contrario de donde procedían las primeras huellas se acercaba un hombre de mediana estatura, erguido, con andar firme y al principio decidido. Llevaba un traje de chaqueta cruzada, corbata y pantalones de raya perfectamente planchados. Su pelo era corto y dejaba un flequillo que atravesaba en diagonal su frente como si se lo hubiesen pintado con betún negro. Debajo de su nariz un bigote corto y de cepillo precedía a la boca firme y cerrada. A pocos pasos del otro dudó un instante, se paró y dijo con una voz apesadumbrada:
—¿Otra vez usted?
—Ya lo ve, Herr Adolf. Es mi sillón. Casi diría que él es yo y yo soy él, —respondió Oscar Wilde tratando de disimular una sonrisa burlona que pugnaba por aparecer en su rostro.
—Mr. Oscar, ¡ese es mi trono! El único asiento en esta inmensidad lechosa y fría ¡es mío! ¿Es qué no se ha fijado en esas esvásticas curvas que adornan la terminación de los brazos?, ¡son las de mi Reich! —y su respuesta tronó a lo largo y ancho de la llanura sin devolver ningún eco.
—No se ponga así —respondió condescendiente Oscar Wilde—. Esos signos son mucho más antiguos que usted y su Reich. Sin ir más lejos, en mi Irlanda abundaban en piedras de lo más arcaico...
—Siempre olvido que no es usted inglés. ¡Qué desgracia la mía! —Su rostro mostró una decepción infinita y se habría puesto rojo si tuviera sangre en las venas. —Antaño creía que ««si tras mi muerte me hallara, junto a personas como yo, en una especie de olimpo, sentiría que me hallaría en el lugar adecuado. Estaría en compañía de los espíritus más ilustrados de todos los tiempos»». No podrían faltar los ingleses, arios como nosotros. ««Son de una impertinencia sin precedentes, esos ingleses. Pero eso no es obstáculo para que los admire»». Pero irlandeses...
—Yo también le aprecio, Herr Adolf..., pero aunque no inglés sí he sido uno de los espíritus más ilustrados de todos los tiempos, acaso más ahora que antes, dadas las circunstancias. Sin embargo, no puede pedir usted todo. Comprendo que los admire pues yo no he dejado de hacerlo a pesar de su hipocresía y del mal que me hicieron al final de la vida. Si no inglés, siempre me he considerado británico. —Contestó Oscar Wilde con un deje de orgullo. —Pero ni se me pasó por la cabeza que usted pudiera haber creído alguna vez en Dios o en otra vida.
Publicado por fw
el julio 04 2008 22:07:19 ·
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fw 06/02/2021 19:36 gracias por los besos. cuidáos mucho. un abrazo
fw 06/02/2021 19:36 aquí seguimos, Mar. sin armar escándalos :-D
Mar 21/01/2021 17:29 Y que os he dejado un poemilla en el Olvidado Jardín.
Besos
Mar 21/01/2021 17:24 Holaaaaaa!!!
He vuelto a la casa abandonada ¿Hay alguien?
Solo vengo a dejaros abrazos imposibles. y
Mar 10/01/2019 12:34 Otro Año, otras vidas...
Os deseo a todos que sea Feliiz y que tengamos Salud y Trabajo.
Todo con mayúsculas.
Y abrazos a capazos.