Yo no creía ser especialmente promiscua, pero me gustaba divertirme, como a todo el mundo a esa edad; toda la vida me había gustado entrar y salir, seducir y ser seducida, y Diego no era más que un peldaño más en la escalera, casualmente el actual, pero uno más al fin y al cabo. A mis padres sí les gustaba el muchacho: ingeniero agrónomo, de buena familia, educado, culto, con presunto carácter para domarme... ¿por qué no me decidía por fin a sentar la cabeza? Ya iba siendo hora y ésta era la ocasión perfecta. Cuando quisiera recordar -amenazaba mamá- ya no tendría más juguetes para jugar, y lamentaría mucho haber despachado al último de ellos pensando que detrás vendrían otros, me arrepentiría de haber desperdiciado oportunidades excelentes y tendría que elegir entre quedarme sola -¡qué horror!- o con lo primero que pillase a mano, que seguramente no sería lo mejor que había tenido. Un buen día, de la noche a la mañana, te das cuenta de que ya es demasiado tarde para hacer algo, y ya no puedes poner remedio -decía mamá con escaso éxito de audiencia.
La verdad es que a mí ni se me había pasado por la mente la posibilidad de tener algo serio ni con Diego -¿pero me imaginan hablando con él todo el día del cultivo de la seta y de la plaga de drosófilas del trigo?- ni con ninguno de los hombres a los que había conocido, a pesar de que algunos eran muy guapos, divertidos, inteligentes y tiernos. Desde muy joven estaba acostumbrada a llevar la batuta en las relaciones con el otro sexo, como hacía mamá, como habían hecho casi todas las hembras de la familia, y no entendía que pudiera ser de otro modo, y... lo que era peor: no estaba dispuesta ni siquiera a disimular, ni siquiera a esa pequeña concesión necesaria en la vida de toda mujer dominante que pretende seguir dominando al mismo individuo durante cierto tiempo. ¿Cómo me iba a casar con semejantes premisas?
Desde pequeña escuché en casa relatos acerca del fortísimo temperamento de algunas de mis antepasadas, y había ido creciendo en mí la idea de que era inevitable ser así, habiendo nacido en el seno de semejante familia. Mi madre había chantajeado literalmente a mi padre para que se casara con ella cuando quedó embarazada de Margot, bien es verdad que el descarado francés quería abrirse en forma de alcayata después de haberla seducido, y eso a lo mejor era muy normal en el París de la canaille, pero era algo muy feo en la España de los años 60, así que ella, de vuelta en España, se dedicó a investigar más sobre la vida del gabacho de tendencias fugitivas: escribió cartas al Jefe de Personal de la empresa donde él trabajaba, a su familia en Caen y a la Embajada francesa, contando a todos la historia de la vil seducción, pero no las envió: sólo se dedicó a mortificarle enviándole las copias en papel carbón, como si los originales estuvieran ya en poder de sus destinatarios.
Cuando mi padre enloqueció de ira creyendo que nunca podría librarse de semejante bruja, ella se puso tierna y le confesó que en realidad nunca hubiera hecho una cosa así, y que todo era una broma. El francés supo entonces la clase de mujer que tenía delante y la finísima frontera que separaba sus pensamientos retorcidos de los hechos auténticos, y con el espíritu práctico de quien no tiene más remedio que hacer algo, decidió enamorarse de ella y casarse. Cumplido su objetivo, mamá pareció transformarse en una mujer dócil, sumisa, complaciente y adorable, una auténtica gatita que ronroneaba a todas horas... A papá se le llegaron a borrar los detalles con los años, pero nunca, nunca olvidó la lección y siempre mantuvo un trato exquisito con su mujer, cuya ambigua personalidad le hacía parecer a los ojos de su marido tan pronto una santa como una psicópata.