Las nubes eran blancas y el cielo azul. El avión surcaba el aire como un cuchillo de combate y el ruido del motor y de las hélices envolvía toda su cama. Despertó.
El niño era el hijo del tipo de la cama de al lado. Él también se estaba muriendo pero su hijo no se había enterado. No tenía edad para ello, quizá. O no se lo habían dicho. Jugaba con su avión de papel correteando por la habitación y profiriendo ruidos de batalla con la boca. Los calmantes atenuaban en gran parte el dolor y el cabreo que sentía, y no le dijo nada. Bastante tenía el crío con lo suyo, sino ahora, cuando fuera un poco mayor. Fue su último pensamiento caritativo.
La noticia se la dieron dos días antes y les dijo a los dos médicos lo que podían hacer con ella. Le daban cuatro días. El cuarto, dijeron, su cuerpo se iría apagando lentamente. Los riñones ya no funcionaban, y el hígado y el pancreas, esos dos cabrones, tendrían la culpa de todo. Le contaron que sería como dormirse para no despertar, y garantizaron la ausencia de dolor. Él les pidió una pistola y sonrieron. Ningún problema.
Se la dieron al final del tercer día con las indicaciones precisas y un par de balas. Era una Glock del 45, semiautomática. La enfermera le dibujó amablemente un pequeño círculo en el pecho, para que no fallara, explicando la inclinación adecuada del arma. Se lo agradeció murmurando algo sobre su madre.
Cuando llegó el cura lo pilló semiaturdido. Vestía una sotana larga y anticuada y se sentó a un lado de la cama. Entrecerró los ojos y logró entender lo que le proponía a duras penas. Las palabras "dios", "equivocación", y "alma inmortal" penetraron en los entresijos de sus neuronas con claridad. Tal vez por eso levantó el arma y le descerrejó un tiro en la frente. Luego buscó el dibujo en su pecho, apoyó el cañón aún caliente, se quejó un poco y pensó que a la mierda todo y todos y disparó.