Sobre 1985, antes de vender mi alma al vegetarianismo y reconciliarme con mis amigos los animales, comí muchas veces sangre. La verdad es que lo recuerdo como una especie de sueño. Mi por entonces novia vivía justo al lado de un antiguo matadero reconvertido en sala de arte y ensayo -ella misma acabaría exponiendo sus pinturas allí- y por las noches, aburridos, con el cerebro embotado por la marihuana y los blues africanos de Ali Farka Touré, nos imaginábamos que se podían oír los bramidos de los espíritus de las cientos de miles de vacas que habían degollado a poca distancia de donde estábamos nosotros.
Cuando nos entraba hambre, lo cual siempre pasaba debido a los porros, enseguida iba a la cocina y una de cada tres veces ya estaba yo escuchándola freír sangre, las neuronas de mi sistema olfativo alteradas por el olor a cebolla frita. Era imposible no ponerse a babear.
Por cierto que mi novia por alguna extraña razón tenía la regla casi constantemente y a menudo acabábamos los dos revolcándonos en sábanas llenas de sangre. Cualquier cosa mejor que la abstinencia, claro está!
Llegó a decorar varios ángeles de una de sus exposiciones con su propia sangre menstrual y, dado que era una chica rarita -le encantaba ir a la iglesia y estaba llena de deseos insólitos- me costaba evitar cierto recelo al comer esos platos que preparaba. Era imposible no recordar viejos relatos de santería que había leído de niño -yo tampoco soy muy normal me parece- donde se fantaseaba con la forma de atar el corazón de un hombre para siempre. Pero cuando la miraba fijamente tratando de adivinar algo, me era imposible atribuir un significado a su expresión de santita.
En cualquier caso, si lo puso en práctica no sirvió de mucho porque terminamos separándonos.
Podrá parecer que estoy fabulando pero es completamente cierto: a ella le diagnosticaron un serio problema en la producción de glóbulos rojos o blancos, ya no lo recuerdo bien, palideció como un espectro y acabó yendo a un psiquiatra. Yo desarrollé un Crohn y en menos de medio año pesaba cincuenta kilos; con mi rostro judío alboreado por la muerte parecía salido de un campo de concentración alemán. Me operaron, y tuve que pasar dos largos meses en el hospital completamente en ayunas debido a un error médico (el cirujano cosió por error la sonda nasogástrica a los puntos, con lo que al retirármela la herida se abrió del todo y casi acabo en el cementerio, no precisamente a la busca de caracoles). Allí aprendí que lo que conocemos por "hambre" es un pálido reflejo, apenas un hálito de una de las más poderosas sensaciones metafísicas que puede experimentar un ser humano.
Fue salir de allí, y lo olvidé todo casi por completo, todo menos ese inefable olor a sangre y cebolla fritas.
coppelius
Publicado por fw
el septiembre 08 2008 23:25:38 ·
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