© Juan Manuel Larumbe (Albaroth) - "MARCHA FINAL"
Publicado por Mar el Marzo 10 2009 10:25:41
Oh, when the saints, go marching in.
Oh, when the saints, go marching in.
I want to be there for that number
Oh when the saints go marching in

(Popular de Louysiana.USA)

MARCHA FINAL

Se despertó a las cinco y media y la despertó a ella, dormida aun a su
lado. Se besaron, como siempre cuando despertaban, un beso húmedo y un
abrazo. Ella remoloneó un rato aun. Luego se lavaron y se vistieron.
Lo habían preparado todo la noche anterior, apenas hacía unas horas.
La comodidad que da la seguridad de lo planeado. Desayunaron y
hablaron del viaje y revisaron las cosas por si acaso. No les pareció
que faltara nada y a los veinte minutos estaban ya en la autopista.

Condujo él. El viaje duró tres horas y estaba nervioso y tenso cuando
llegó a San Sebastián. Habían parado sólo a comer y estirar un poco
las piernas. En el automóvil sonaba la música alegre de Louis
Amstrong, el jazz de Nueva Orleans. Lo había elegido él.

La ciudad había amanecido con un medio sol ceniciento de nublados y
lluvia suave que se arreciarían luego, a lo largo del día. El tiempo
estable y típico de San Sebastián. Él se lo dijo a ella. Le dijo que
por eso había metido el paraguas en el coche. Era necesario en aquella
ciudad. Ella asintió, sonriendo. Le gustaba aquella ciudad fresca y
preciosa. Había estado otras veces, con su anterior marido. Él la miró
y le preguntó cómo se encontraba, si estaba mal o prefería quedarse en
algún sitio y no asistir al entierro. Se lo había preguntado ya tres
veces. Ella anotó mentalmente que era la tercera vez. Estaba inseguro.
Sonrió y le dijo que no, que prefería estar a su lado en aquellos
momentos. Él se concentró en el cruce que tenía que tomar para
desviarse de la carretera principal e ir hacia el pueblo. Sólo dijo
gracias.

La música terminó al entrar en el pueblo.

Llegaron a la casa atravesando las calles mojadas, no había ningún
otro coche aparcado. Habían llegado los primeros y él, de nuevo, la
advirtió. No te asustes, dijo. Estará todo hecho una mierda. Mi padre
no limpiaba. Mi hermano está enfermo. Los pésames se multiplicarán y
habrá jaleo y mi familia es una extraña tribu terrible y descastada.
Ella le cogió de la mano y le apretó...

- No te preocupes - dijo.- Estaré aquí.

El piso olía a basura y tabaco con vaharadas de pasado y de infancia
que envolvieron a la pareja, sobre todo a él, y lo golpearon y lo
echaron hacia atrás en el umbral de la puerta, apenas unos
centímetros. Pasó desapercibido.

Su hermano sonrió en una mueca apropiada para cualquier vestíbulo y
los saludó. Él lo abrazó e hizo las presentaciones.

- Marta, mi pareja.

Lo habían hablado el día de antes. Cómo quieres que te presente: Mi
pareja, mi compañera, mi mujer, mi esposa... A ella le gustaba:
pareja. Él la presentaría después como la mujer a la que había unido
su vida entera.

- ¿ Puedes salir ? - preguntó a su hermano.

- Que remedio... - respondió.

Su hermano pesaba ciento quince quilos. Era moreno, pero con la piel
pálida, y se había dejado la barba a la par que perdía el cabello. No
se había vestido para la ocasión. Un jersey y un pantalón, una camisa
sucia. No estuvieron mucho rato. Hablaron del funeral, del entierro,
de la vida que habían llevado aquellos dos hombres en aquella casa,
padre e hijo.

- Sobre la muerte de papá... Ya te contarán... Ha sido algo muy
fuerte.

El resto de la familia esperaba abajo, llamaron desde el portal.
Bajaron su hermano, su pareja y él, y se reunieron con los demás.
Había algún vecino. Se dieron los pésames. Su madre no había querido
subir en aquel momento. Iba cogida del brazo de su amante. No cesaba
de repetir que aquel piso debía ser limpiado a conciencia. Quince años
sin hacer una limpieza como dios mandaba. Sus padres se habían
separado cuando el tenía catorce. Ahora tenía veintinueve. Se
separaron cuando él apenas despuntaba y amaba y tuvo que escaparse del
colegio interno por que no aguantaba volver ni un fin de semana más a
aquellos turnos de brazos de madres y de padres extraños. Así los veía
entonces.

Faltaba una hora para el entierro y le contaron toda la historia. La
muerte de película de Buñuel que había atenazado a su padre mientras
orinaba por la mañana. Un ataque. El tercero al corazón. Certero esta
vez. Su hermano no se había enterado hasta las ocho de la tarde,
cuando se levantó de un sueño cambiado y de una vida al revés en la
que la noche era el día y la televisión su sol y su ventana al mundo.
Agorafobia. Salía de la casa por primera vez en diez años.

Le contaron que no encontraron al forense. Que el médico no firmó el
acta de difuntos por que él no era su médico y sólo era el de guardia.
Que el funerario se negaba a meterlo en una caja sin los papeles
necesarios. Los papeles. Dieciséis horas. Le contaron que no
levantaron el cadáver hasta las doce, hasta que él llamó por teléfono
y comenzó a remover y a tratar de ineptos e insensibles al de la
funeraria, al médico, a un juez que no estaba donde debería estar y a
la madre que los parió a todos. Hasta que alguien llamó a la policía y
la policía encontró al juez.

No dijo nada. Caminaron hacia el cementerio, despacio. Aun era pronto,
faltaba media hora y se alargaría seguramente, por eso pararon para
tomar algo en una de las múltiples tabernas del pueblo. Él se tomó
otro café, solo. En los altavoces sonaba una “trikitrixa”. Los
comentarios de pésame volvieron, esta vez con alientos de vino y sidra
y alguna sonrisa bruta...

- Tranquilos - dijo uno-. Conozco a Juanito. Seguro que está jodiendo
a algún cura allá arriba.

Los parroquianos rieron. Él sonrió, sólo un poco, y miró a Marta.
Después buscó a su madre con la mirada y la vio salir indignada, con
su amante del brazo. No pudo evitar que su sonrisa se ampliara.

Fue entonces cuando recordó algo que le dijo su padre hace años y miró
a los parroquianos de caras rojas y narices vascas. Los “chiquitos” de
vino sobre las mesas de madera. La música.

- Ahora vuelvo - le dijo a Marta.

Se fue a hacer unas llamadas y a hablar con el tabernero y los dejó
allí. No tardó mucho. Aún conocía gente en San Sebastián. Le
prometieron que se presentarían a la hora prevista.

- ¿Donde has ido?

- He hecho unas llamadas. De pronto me he acordado de algo que me dijo
mi padre hace años.

Marta lo abrazó al ver sus ojos húmedos. Él carraspeó fuerte.

- Es una sorpresa - dijo. Y se serenó aventando la familia camino del
cementerio. Por el camino no hablaron.

En el camposanto aun no había nadie salvo el enterrador, un hombre
joven, de pie sobre la gravilla suelta del suelo que alfombraba el
paisaje de cruces, cipreses y mausoleos. Los saludó y les dió el
pésame, luego les abrió la capilla y se ofreció a destapar la caja.

- Prefiero recordarlo vivo - dijo él, y nadie se opuso.

- El cura vendrá después... - dijo el enterrador.

- El cura no vendrá - respondió él, cortante.- No le gustaban los
curas.

Hubo un revuelo detrás, su madre probablemente. Apenas se volvió.

- No vendrá - repitió.

La familia no se quedó mucho rato. Comenzaron a salir cuando llegaban
los primeros vecinos y conocidos de su padre. Sólo permanecieron él y
Marta. Después Marta también salió.

Se acercó a la caja cerrada y le habló despacio, para sus adentros, de
espaldas a la puerta, una mano sobre la tapa, completamente solo y
acariciando, arañando la madera.

Has muerto joven, papá. Has muerto en este pueblo de mierda donde
naciste y donde vas a terminar enterrado. Vasco de pura cepa con boina
y chacolí. Querías ser ebanista, recuerdo que me contaste. Te gustaba
la madera. Hacías caseríos vascos en miniatura cuando yo, el mayor de
tus hijos, era muy pequeño. Te los rompía sin querer, jugando como
juegan los niños. No era más que un niño. Te quería, papá. Trabajaste
por nosotros tanto... tanto tiempo... Dejé de verte cuando entraste a
trabajar en la papelera y te olvidé cuando me fui del pueblo. Apenas
unas llamadas. La última vez que te vi fue cuando te jubilaste y
trajiste el olor del trabajo a tu casa.

Sonrió su chiste tierno y malo y le tembló un instante el nudo en la
garganta. La última vez que vio a su padre este no quiso recibirle.
Bajó al portal, eso sí, y lo invitó a un vinito en el bar de abajo.
Estuvo seco y sin sonrisas. Le preguntó qué había sido de su vida en
todo ese tiempo y le lanzó unos cuantos reproches que él acusó como el
hijo pródigo que era. Su padre siempre decía lo que sentía. Recordó
las excusas vagas de aquella última vez, el somero resumen de su vida
disipada, la sonrisa conciliadora que ya no funcionaba con su padre, y
el abrazo fuerte del final. Tomaron ese vino y él se fue. Hacía dos
meses de aquello y ahora estaban frente a frente de nuevo.

Ahora sabía por que no había querido que subiera.

Su padre había sido un obrero fuerte de metro ochenta y cinco, grande
y con los brazos como tubos de acero. Él le solía llevar la comida en
ocasiones, de crío, en verano... Los sábados, los domingos... Dos
fiambreras, una barra de pan, la bota de vino, una gaseosa, fruta.
Trabajaba 16 horas diarias. Había que pagar las operaciones. Los
oculistas que salvaron mis ojos. Las dieciseis horas. Las mismas,
pensó, las mismas que has permanecido tirado en el suelo de tu cuarto
de baño mientras dormías tu último sueño bragueta abajo y quizá mujer
desnuda.

Su madre entró en la capilla...

- Juan Manuel... Ven a conocer a tu prima Araceli.

Él no se volvió.

- Déjame tranquilo y vete a hacer puñetas. Hazme el favor.

- Hijo... Ven -. Su madre siempre insistía.

- Me estoy despidiendo de mi padre. Déjame.

Necesitó un instante para retomar el recuerdo y lo recordó después
trabajando siempre. Ausente. Lo recordó presente sobre la mesa del
mantel de hule, el tablero entre los dos. Me enseñaste a jugar al
ajedrez cuando yo tenía siete años, pensó. Con mucha paciencia. Te
gustaba ese juego. También leías mucho... Al menos cuando yo era crío.
Leíste el Don Apacible, de Sholojov. Dostoievski, Tolstoi, Chejov...
Decías que los rusos eran como los vascos. También cantabas con voz de
tenor el Kalinga de los cosacos. Te gustaba la música. El Jazz.
Llenaste tres estanterías de discos y de libros del suelo al techo en
ese piso obrero lleno ahora de basura y de páginas amarillas. Ahora yo
escribo los libros que otros leen y juego al ajedrez con gente que no
conozco. Eso es lo que me diste. Las lecturas tempranas. El ajedrez.
La Literatura.

Lloró despacio, por primera vez. Sollozos ahogados y contenidos.
Dolor. Pérdida. Se sobrepuso a ello y carraspeó y tragó saliva. Los
hombres no lloran, papá. Recuerda.

Nunca vio llorar a su padre. Siempre o casi siempre dormía de día.
Entraba de noche en la fábrica que acabó quemándole el alma y en la
que perdió su sensibilidad y su inteligencia. Lo evocó leyendo libros
de historia y de religiones foráneas y discutiendo con sus compañeros
de aquellas cosas. Luego, cuando llegaba a la casa triste y agotado,
contaba a su mujer aquellas cosas y él, su hijo mayor, le veía cenar
en silencio las más de las veces, con uno de aquellos vasitos de vino
pequeños, tan vascos, como su chapela ladeada, mirando a sus hijos
jugar y sonriendo a veces y al final cayéndose de sueño sobre la mesa
de la cocina con su mantel de hule y cuadros blancos y rojos mientras
su madre terminaba de recoger los cacharros.

Eras un hombre fuerte, papá, y creo que lo seguirás siendo en tu otra
vida. A veces volvías a casa de mala leche y te ponías a jurar como
juró tu padre y el padre de este y como todos los vascos juran, en
castellano, mentando a los curas y la iglesia y poniendo a dios por
medio para que no falte nadie. Recuerdo que a mi me hacía gracia, una
vez acostumbrado a aquellas explosiones de genio externo a la casa, y
cuando te miraba sonreír detrás de mis gafas, con el parche pegado en
no recuerdo que ojo donde siempre tuve un parche, me decías ven aquí
chiquitín mi primogénito y me agarrabas con aquellas manos peludas y
tan grandes como mi cabeza y me subías sobre tus hombros hasta que mi
cabeza casi tocaba el fluorescente. Olías a tabaco y oso aunque nunca
olí ninguno. Repetías a menudo aquello del primogénito. A Julián, mi
hermano, le llamabas el benjamín. La historia de Jacob.

Te dejo, papá. Pronto descansarás en uno de esos cajones que sé que no
te gustaban. No me dejarían entregarte a la tierra como viniste y
hubieras querido irte, desnudo. Solo tu cuerpo y la tierra oscura. El
tránsito del que me hablabas. Bastante van a hablar después de hoy,
papá.

Una mano le acarició la nuca y se volvió, esta vez sereno. Era Marta.

- ¿Estas bien?

- Sí . ¿Sabes? Se ha ido, creo, sin saber que le quería.

Permanecieron un rato allí y luego salieron despacio. Afuera, sus
hermanos, su madre, el enterrador con una carretilla, algunos vecinos
que habían llegado después, el cortejo...

Se acercó a su madre.

- Perdona mamá. Necesitaba estar solo.

Uno de sus hermanos le dijo...

- Oye... ¿Qué esperamos?

- Esperamos la música.

La música que comenzó suave en aquel instante tras el recodo de
entrada del cementerio. Los antiguos amigos de juventud de su padre,
todos de negro, dispersos por la provincia y reunidos al fin, la
Txaranga “Los Incansables” y su vorágine de trompetas y saxos tocando
“When the saints go marching in”, lentamente al principio, en sordina
casi, con respeto, doliéndose como le duelen los muertos a los músicos
para crecer después, suavemente, con el jazz de Nueva Orleans oh when
the saints que acalló las miradas de reproche y la mudez asombrada de
familiares y vecinos mientras go marching in transportaban el cadáver.
La música que terminó con la hipocresía en un in crescendo alegre
mientras cruzaban la cuesta hasta el nicho I want to be there y que
atronó entre las cruces y los cipreses con las trompetas y el ritmo
for that number que convirtieron aquel entierro en el más cálido nunca
visto al Norte del país.

Más tarde, conduciendo de vuelta en la noche, Marta le dijo...

- Sí le querías. Vi que le querías. Todos lo vieron.

Después añadió:

- Y me hubiera gustado conocerle, Juanma.

El miró los faros de un coche que venía en sentido contrario, a los
lejos, con las luces largas puestas. Sus ojos se humedecieron.

- A mi también.

FIN
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© Juan Manuel Larumbe (Albaroth) - Diciembre 1997
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